Hoy se cumple un año del asesinato de Osama Bin Ladem, líder del grupo terrorista panárabe Al-Qaeda. Un operativo militar proveniente de Afganistan, cruzó la frontera y se internó en Paquistán. Con una acción de 40 minutos, tomó por asalto el refugio y asesinó al terrorista saudita. Todo esto ocurrió ante la mirada espectante del presidente yanqui Barak Obama y los principales funcionarios de su gobierno, que recibían, en la Casa Blanca, la transmisión televisiva exclusiva en vivo.
A partir del discurso pronunciado por Obama para anunciar al mundo la muerte Bin Ladem, escribí las siguientes líneas sobre lo ocurrido y su contexto histórico. Algunas cuestiones fueron actualizadas y otras conservan vigencia. Pero los acontecimientos en el mundo árabe se precipitaron y puede que esta nota escrita hace un año no contemple en todas sus dimensiones el presente de aquella región. Tampoco intenta hacerlo. Tomese más bien como una reflexión general sobre las consecuencias estructurales más visibles de la intervención permanente de occidente allí.
El presidente yanqui, en su discurso, celebró el resultado del operativo y dejó muy clara la distorsión que los EEUU hacen de la idea de justicia. Invadir un país, meterse en el limítrofe y montar un operativo secreto para matar a alguien es, para el mandatario norteamericano, hacer justicia. Los yanquis desconocen el derecho internacional y nunca adhirieron a ningún tratado de derechos humanos. Contra toda lógica buscan legitimarse en sus propias leyes para justificar una acción en territorio de otro país, Pakistán, con el que ni siquiera están en guerra.
Admitieron que Osama Bin Ladem estaba desarmado cuando le dispararon. Eso cambia las cosas. No es sólo una acción militar ilegal, sino un homicidio premeditado. Dicen que tiraron el cadáver al mar. Claro, aprendieron en la misma escuela que los militares que gobernaron Argentina entre 1976 y 1983.
Hablando de esos años, vale recordar que fue por aquel entonces que EEUU brindó financiamiento, armas y entrenamiento militar al grupo terrorista panárabe Al-Qaeda, liderado por el multimillonario saudita Osama Bin Ladem. Si bien, la cuna de esta organización está en Arabia Saudita, estos guerreros combatieron en Afganistán contra la ocupación soviética junto con el grupo afgano que contaba con el apoyo yanqui, los talibanes, en la guerra que se desarrolló durante toda la década del ´80.
Sin embargo, a partir de 1990, el despliegue de tropas norteamericanas en Arabia Saudita durante la Guerra del Golfo, puso fin a la alianza política y militar entre la organización terrorista y la primera potencia. Aunque los negocios financieros que la familia de Bin Ladem tenía con poderosos empresarios yanquis continuaron.
Fue, entonces, a partir de la Guerra del Golfo que los norteamericanos señalaron a Al-Qaeda como una amenaza mundial, pese a ser los responsables del poderío militar y económico con que contaba la organización.
Por su parte, los terroristas, en guerra abierta con EEUU, fueron responsables de múltiples atentados en varias partes del mundo, con el costo de miles de vidas inocentes. El 11 de septiembre de 2001, dan el golpe más espectacular, la destrucción de las Torres Gemelas del World Trade Center de New York, corazón económico de los EEUU y del capitalismo mundial.
Este episodio, con un saldo de 3000 muertos, impactó a la opinión pública mundial y vino como anillo al dedo al débil presidente republicano George Bush que montándose sobre la ola de terror que generó el atentado supo legitimarse en su cargo con un discurso belicista y teocrático.
De esta manera, Bush inició su guerra sin cuartel contra el “terrorismo internacional”, considerando como tal todo aquello que esté en contra de los intereses de los sectores económicos concentrados a los que representaba. Mientras, estos sectores aprovechaban la coyuntura para ampliar los márgenes de sus negocios, principalmente en rubros como el de los hidrocarburos, el armamento y el narcotráfico.
En octubre de 2001, los yanquis y sus aliados invadieron Afganistán. Desde entonces permanecen en una guerra sin objetivos claros y con un final cada vez más incierto. No es casualidad que ese país sea el principal productor de heroína y EEUU el principal consumidor.
Luego, en 2003, invadieron Irak, una de las principales reservas petrolíferas del mundo, donde también libraron la guerra contra un ex aliado, el dictador Sadam Husein. Este tirano gobernaba Irak desde 1979, cuando EEUU le brindaba su apoyo como contrapeso a la Revolución Islámica que había liberado a Irán de la monarquía probritánica que sometía a los persas desde 1953. Sin embargo, cuando se convirtió en un obstáculo para los intereses de las firmas petroleras yanquis y británicas, Sadam Husein pasó a ser considerado un enemigo de occidente.
En este sentido, los sectores de la extrema derecha norteamericana que estarían relacionados a George Bush, en 1997, ya tenían entre sus metas el sometimiento de Irak y la apropiación de sus hidrocarburos. Por su parte, el gobierno británico de Tony Blair, principal aliado de EEUU en esta “cruzada contra el terrorismo”, un año antes de la guerra, había iniciado las negociaciones con empresas petroleras británicas para planificar las inversiones que realizarían en el país islámico tras una posible ocupación, según queda evidenciado en los documentos publicados recientemente por el diario The Independent. La trastienda de aquella guerra tiene más de un rasgo en común con las especulaciones que los Estados más poderosos del mundo y sus empresas petroleras realizaron ante la oportunidad de intervenir militarmente en Libia.
Sin embargo, el contexto actual no es muy optimista para las potencias occidentales en cuanto su control de Medio Oriente. Por el contrario, mientras la guerra de Afganistán se empantana cada vez más y en Irak aún no hay un clima de estabilidad que permita asegurar las inversiones prometidas, el mundo árabe atraviesa una ola de reclamos civiles que ya se cobró dos regímenes aliados a EEUU. En enero de 2011 cayó Ben Alí en Túnez y el egipcio Hosni Mubarak corrió la misma suerte un mes después.
En medio de este momento de fuertes convulsiones con final abierto, el presidente Barak Obama anunció el asesinato de Osama Bin Ladem como un orgullo de su gobierno. No cabe duda que la noticia resultó oportuna para desviar la atención de la prensa mundial y pudo considerarse como el puntapié inicial de la campaña de Obama para la reelección. En todo caso, no resulta muy coherente que un premio Nobel de la paz se jacte de haber mandado a matar a una persona. Aunque no sería ni el primero ni el peor Nobel de la paz de origen norteamericano que carezca de humanismo y sentido de la justicia.
Para terminar y tomando el “ajusticiamiento” de Bin Ladem como caso testigo, podemos plantearnos una pregunta: ¿EEUU aceptaría que un operativo del ejército cubano asesine, en Miami, al terrorista Posada Carriles, responsable de hacer explotar el vuelo 455 de la empresa Cubana de Aviación en 1976 y cometer los atentados contra hoteles de La Habana en 1997?
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